Antes de que el butoh me devolviese el cuerpo, fracasé en mis deseos de ser arqueólogo y jugar en la NBA. Confieso que mi mejor amigo en la infancia era un peluche con el que hablaba todas las noches.

Tampoco conseguí hacer real la fantasía de cambiar el mundo mediante la acción social, pero mi último día en la universidad una profesora me dio las gracias por conseguir que no se aburriese leyendo un trabajo de más de cincuenta páginas.

Una oportuna lesión de cadera me alejó de la exigencia deportiva y en mitad de la nada me encontré con la danza en un sótano de Madrid. Una pequeña sonrisa brotaba al comprobar que aquellos cuerpos con los que me juntaba y que apenas sabía sus nombres, me conocían más que mi entorno de toda la vida. Dancé sin parar durante años, cree algunas piezas, investigué obsesivamente en la relación mente-materia hasta que el cuerpo se derramó en el mundo.

Cambié el bando de la lucha por el de la creación.

A día de hoy bailo por placer, temo escribir, disfruto tomando café en la terraza de cualquier bar y mi mayor anhelo es convertirme en jardinero profesional.

Entre tanto, propongo talleres, creo mi propia compañía, participo en proyectos que huelen a sangre fresca y siento un impulso insaciable por ponerme al lado de todas aquellas fantasías que anhelan tocar la tierra.

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